Siracusa, perla de Sicilia. Si, cruzada la esplendida bahía toda luz y azul y desembarcando en el puerto, penetramos por las calles angostas y tortuosas a la ciudad vieja, nos encontramos con el templo de Atenea, que todavía asoma sus poderosas columnas dóricas entre las paredes externas de la catedral; y si subimos un poco más llegamos a la plaza a la plaza principal, irregular y toda en pendiente, encerrada por antiguas casas altas, con una fuente en medio. Es el corazón del centro histórico, allí donde los ancianos se reúnen a cometer los sucesos del día; su nombre, Plaza Arquímedes, recuerda al hijo más ilustre de la ciudad.
Porque Arquímedes nació en Siracusa, en el año 287 a C. Esta era entonces una ciudad libre, a cuatro siglos y medio de haber sido fundada por conquistadores llegados de Corinto, en la angosta isla de Ortigia que cierra al norte la bahía; bahía que los aborígenes poco apreciaban, mientras que para los corintos, navegantes expertos, resultaba de inestimable valor como abrigo de sus barcos y base para sus comercios. Es interesante notar que el tiempo que había transcurrido entonces desde la conquista corintia equivale al que media entre nosotros y el desembarco de Hernán Cortés; y como a nosotros nos separa algo así como siglo y medio de la independencia, un lapso de tiempo equiparable era el que había pasado desde la sonada derrota que Siracusa había infligido a Atenas, acabando con sus pretensiones coloniales. Como a México de España, a Siracusa le quedaban de Grecia religión e idioma; pero afirmar, como muchos hacen, que Arquímedes era griego sería igual que pretender que un mexicano sea español.
Lo mismo que a Leonardo da Vinci, otro inventor extraordinario, a Arquímedes se le recuerda como hombre anciano: Leonardo, por el célebre autorretrato que así lo representa; Arquímedes, por haber dirigido a los 75 años de edad la defensa de su ciudad en contra de los romanos. Ninguna noticia nos ha llegado acerca de su juventud. Sin embargo, considerando la costumbre griega de expresar en el nombre del recién nacido lo que se desea de o para él, intentaremos sacar alguna información del nombre que este personaje recibió: Arquímedes (o mejor Arquimedes, con el acento sobre la e, como se pronuncia en griego) parece provenir del verbo épico “medomai”, que significa meditar, combinado con el prefijo “arqui” (archi en castellano), que denota preeminencia o superioridad; por tanto, expresaría el anhelo de ver en el hijo a un gran hombre de ciencia, lo cual resulta plausible si se considera que Fidias, su padre, era astrónomo. Es, pues, factible creer que Fideas debió concentrar todos sus esfuerzos en la educación de un hijo con un nombre así, haciéndole presenciar sus observaciones del cielo, enseñándole las matemáticas que conocía y llevándolo a debates con colegas y discípulos.
Me agrada imaginar Arquímedes joven, cerca de la fuente de Aretusa que, entonces como hoy, brotaba entre papiros con incesante murmullo, dando la espalda al templo de Atenea, a la sazón abierto a la vista de los marineros que se acercaban a la ciudad, y contemplando pensativo el movimiento incesante del mar. Lo concibo observando los barcos allí atracados que, con sus velas recogidas, se mecían por el suave oleaje, y preguntándose acerca del maravilloso fenómeno de flotación. Debía de haber navíos cartagineses, haciendo escala en su periplo comercial alrededor del Mediterráneo, y leños multicolores llegados del puerto de Alejandría, frente al cual, en la isla de Faro, se había concluido recientemente la construcción de la célebre torre, guía de la navegación, tan elevada y resplandeciente que en las noches su luz se alcanzaba a ver desde veintiocho millas de distancia.
¡Cuánto debía desear el joven Arquímedes subir a uno de esos barcos para ir a dicha ciudad, a reunirse con los discípulos de Euclides!
En efecto, en ese entonces Alejandría era el más grande centro científico del mundo; poseía una Biblioteca, con más de trescientos mil volúmenes, y un “Museo” –centro llamado así por estar dedicado a las Musas – donde sabios de todas partes, contratadas por el gobierno egipcio, se dedicaban a la investigación y a la enseñanza. Allí estaba justamente Euclides, el maestro de maestros, cuyos célebres Elementos reunían en orden lógico todo el saber de los griegos acerca de las figuras y demostraciones que se efectúan con regla y compás.
Arquímedes consiguió realizar su sueño. A su llegada, el viejo Euclides había fallecido; pero su escuela continuaba activa con Cánon de Samos, que se murió prematuramente y a quien Arquímedes estimo sobremanera, y luego con Dositeo y Erastóstenes, Con estos dos compañeros suyos trabó una estrecha amistad y, ya de regreso a Siracusa, mantuvo correspondencia, comunicándoles los resultados de sus investigaciones matemáticas. A Dositeo dedicó los libros en que determinaba el área del segmento paraboloide de revolución; también, aquel en que analizaba las propiedades de esa espiral que lleva su nombre. A Eratóstenes ofreció el pequeña tratado Del método, en el cual revela un artificio mecánico que utilizaba para un primer acercamiento a la resolución de problemas de áreas y volúmenes de nuevas figuras geométricas y para determinar sus centros de gravedad. El artificio consistía en equilibrar en una báscula imaginaria la figura de características desconocidas con una conocida, pero dividiendo la primea en tajadas infinitesimales y sobreponiéndolas todas, a modo de no tener dudas acerca de la posición del centro de gravedad correspondiente. Esto, que podría parecernos perfectamente valido hoy en día, Arquímedes lo consideraba un ardid: “Algunas cosas” reconocía “primero se me aclararon gracias a un método mecánico, aunque luego tuve que comprobarlas geométricamente, en cuanto su investigación por dicho método no proveyó ninguna demostración efectiva.”1
Durante más de mil años, se sospechó la existencia de estos procedimientos heurísticos, sin poderla comprobar, aunque aun sabiendo que el Método había sido escrito, se creía, como otras obras, irremediablemente perdido. En 1906 Heigerg, filósofo danés, fue a Estambul para estudiar un pergamino del cual había leído una breve descripción en una relación sobre libros provenientes de la biblioteca del monasterio del Santo Sepulcro de Jerusalén, descripción que lo inducía a suponer que ese pergamino contendría obras de Arquímedes. De hecho se trataba de un palimpsesto, o sea, un manuscrito antiguo que había sido borrado, sobre el cual se había escrito luego un devocionario. Felizmente, solo se había conseguido una obliteración perfecta en una decena de hojas. Con cierto esfuerzo y con auxilio de de una buena lupa, se descubrió allí el Método, así como el original griego de buena parte de la obra De los cuerpos flotantes, de la que únicamente se concia una traducción latina; escritos que a los buenos monjes no les interesaban, pero que son fundamentales para nosotros.
A veces, Arquímedes comunicaba sus Teoremas a sus amigos omitiendo la demostración, para proporcionarles el placer de descubrirla, porque la demostración correcta y rigurosa era, y es todavía, el orgullo del matemático. Al respecto, Arquímedes no consideraba a nadie más reprobable que aquel que “pretende haber descubierto todo, pero no ofrece demostraciones”.2 Intransigente en esto hasta el punto de gastar la broma de comunicar proposiciones falsas para ver quién caía en la trampa de aceptarlas como válidas, Arquímedes era por otro lado sencillo y modesto, siempre dispuesto a enseñar a los demás, descubriéndoles sus técnicas y métodos; sus escritos, en el dialogo dórico de los conquistadores, eran llanos y sin pretensiones.
Sin embargo, sus investigaciones matemáticas constituyeron por lo general una novedad absoluta: Arquímedes cerraba la época de la regla y el compás, que Pitágoras había señalado como pautas de la geometría, y abría, él solo, la era de la computación digital, el álgebra y el cálculo integral. Determinó, con excelente aproximación, que está entre y , y, con objeto de demostrar que el número de granos de arena no es infinito, calculó cuantos podrían caber en todo el universo, considerando como la esfera en la cual Aristarco supone que están engastadas las estrellas; halló que, para llenarlo, bastarían menos de 1063 granos.
Sin precursores, las obras matemáticas de Arquímedes tampoco tuvieron sucesores, hasta Torricelli Y Fermat. Su estilo es insuperable. “La revelación gradual del plano de ataque –escribe Heath3- la ordenación magistral de las proposiciones, la eliminación sistemática de todo lo que no es de utilidad inmediata para el objetivo, el acabado de todo el conjunto, son tan impresionantes en su perfección que crean una sensación como de reverencia en la mente del lector.”